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Colaboraciones
Los rostros de la música
Por José Luis Téllez
inguna
marca especial (la agudeza de una mirada, un gesto singular de inteligencia,
una alusión a su oficio de cantor...) nos permite distinguir
que esa cabeza ornada con un tocado de tela voluminosamente arrollado
sobre la parte superior del cráneo pertenece al mayor talento
musical de la primera mitad del S.XVI. Josquin, en ese grabado
de la Biblioteca parisina (que acompaña indefectiblemente
la voz de su nombre en la correspondiente entrada de cualquier diccionario),
se encuentra condenado a observarnos con ese rostro escasamente
expresivo que podríamos creer perteneciente a un tejedor
o un sastre, cuando no a un labrador acomodado, pero nunca al más
conmovedor, imaginativo y sensible de todos los contrapuntistas
vocales del Gran Siglo Polifónico.
La datación, posterior en casi ochenta años a la muerte
del maestro, no constituye una disculpa para su platitud, para la
vacuidad con la que esa mirada de madera nos devuelve nuestra propia
perplejidad, la insatisfecha ceguera de nuestra contemplación
infructuosa. En contra de toda esperanza, el genio no articula marcas
fisonómicas: y la estéril pesquisa de la mirada sirve
tan sólo para confirmar que la cara, en contra de la arraigada
creencia, no sustenta cualidad especular, y mucho menos la del alma
que habita el reverso de sus facciones.
Más
antiguos (más próximos también) Gilles Binchois
y Guillaume Dufay tal y como la miniatura no menos divulgada
del códice de Martin Le Franc los ofrece, en amigable charla
acompañados de los atributos de su arte: Dufay, a la izquierda,
de oscuro, cubierto con una suerte de bonetillo, junto al pequeño
órgano portátil del que pareciera haberse levantado
para saludar a Binchois, en crepitante rojo, tocado con capuz y
esclavina, recién entrado en campo por la derecha, con un
arpa apoyada en la tierra sobre la que apoya una figura más
corpulenta que la de su amigo. La mano izquierda de éste
está vuelta hacia abajo, el índice hacia tierra, mientras
Binchois, sin demasiado énfasis, apunta hacia lo alto con
la diestra: entre ambos (¿quizá sin saberlo?) componen el
símbolo de un aleph alquímico, que indica que
la complejidad del mundo inferior presupone el mapa y el modelo
del macrocosmos. El rostro de Binchois (franco, frontal, casi cuadrado)
aparece también en una Escena de caza en la corte de Felipe
el Bueno de Borgoña destruída en 1608, dos de
cuyas copias aún pueden verse en Versalles y en el museo
de Dijon. Ésta última acompaña, tres salas
más allá, al hermoso retrato de Rameau por
Joseph Aved: casaca rojo fuego, un violín en las nerviosas
manos pulsado a modo de laúd. Es el compositor con mayor
aspecto de músico, en su delgadez precisa, en su mirada
recta y desdibujada, consumido en una ardiente búsqueda interior.
La historia del clavecín los empareja, pero ningún
contraste mayor que el de su cara con la de Couperin por
Joseph Bouys, de rostro abotargado y sospechoso aspecto de
no haberse afeitado en varios días: ¿es posible que ese hombre
escribiera Le rossignol-en-amour, o Les rozeaux?.
Pero
volvamos a Binchois, que gasta un sombrero de paja perfectamente
campestre: atavío rural que no le veta entregarse a la práctica
del canto con un cuarteto de intérpretes (dos de ellos mujeres)
de los que es el único en vestir de negro y situarse de cara.
Se dice que Van Eyck fué el autor del cuadro, así
como de su tercer retrato (que se encuentra en la Galeria de Trafalgar
Square), donde el músico es aludido heteronímicamente
como «Tymoteus», en referencia a Timoteo de Mileto, y es homenajeado
con el lema Leal
Sovvenir, representado en mayúsculas labradas en una
platabanda de piedra tras la que el compositor pareciera asomarse:
paraentonces han transcurrido dos años (10 de octubre de
1432, según fecha el pintor junto a su propio autógrafo),
Binchois sigue vistiendo de negro, ha envejecido y enflaquecido
(sin embargo, no ha cumplido aún cuarenta años) y
ya cubre la calvicie prematura con una capucha, que incrementa su,
ya inevitable, melancólica y austera dignidad.
Disparidades entre la cara y la obra, entre el
trabajo de la persona y el de el tiempo, entre la mirada de sus
contemporáneos sobre éste y aquélla: Frescobaldi
que, a juzgar por el dibujo parisino de Mellan, hace gala de barbaje
ralo, bigote entreverado, mosca, sombra apenas de una incierta perilla
y expresión jaque de espadachín o bravo que testimoniaría
(dando razón a Doni o a Liberati) su plenaria incultura,
mas no su virtuosismo legendario. Jomelli despiadado, sarcástico
y brutal, con su lujosa casaca color vino, delicado, exquisito Piccini
con su camisa de encaje y su elegante mirar nostálgico: un
mismo nombre ―Niccolò― para entrambos, diametral
apariencia y común cercanía en el museo del Conservatorio
napolitano de San Pietro a Maiella. De otra parte, Orlando
(mofletudo, imponente,
prieto y bruno de barba, negro traje talar) y Palestrina
(pardo jubón, sentado, entrecano, con algo de tendero de
paños o de librecambista de alhóndiga) proporcionando
ejemplos ―también a pocos metros de distancia, en la
misma galería del Archivo de Munich― en los que la
imaginería se escinde sin lenitivo, en el primero, de su
apasionada efusión, de su geométrica espiritualidad,
en el segundo.
Estas iconografías dúplices,
casi contemporáneas, ocupan una posición polar. Josquin,
Palestrina, en absoluto
trasmiten su genio, Lassus es tan sólo elocuente sobre su
dignidad, Piccini se diría un refinado actor (y Jomelli un
palafrenero), Binchois nos hace de inmediato partícipes de
su alegría, de la cualidad próxima a lo popular de
su mejor música: en la dialéctica de estas imágenes
enfrentadas oscila y se diseña el mudo misterio del retrato.
Mudez aparente, pues el músico es, de todos, el único
artista que se hace escuchar con su propia voz (que es de los otros)
más allá del Tiempo y las edades: sobre la permanencia
de ese sonido se diseña y cimenta el contraste y la contradicción
de los que aquí se habla. Por lo demás, unas y otras
pinturas exhiben la oposición misma de su autoría,
desde el perfecto anonimato de los primeros hasta la firma, ilustre
donde las haya, del último: no es, ni mucho menos, caso único.
Pueden recordarse, casi a vuelapluma, otros dos no menos esclarecidos:
el que, en 1618, realizase Van Dyck en Genova con Nicholas
Lanier como objeto de su representación (que valió
al pintor ser llamado a la corte inglesa del desdichado Charles
I y al músico ser contratado como su laudista real) y el
que, siete años más tarde, perfilase Rembrandt con
un modelo desconocido que algunos
estudiosos han identificado con Heinrich Schütz (y que
hoy puede verse en la Corcoran Gallery de Washington), pese
a no existir testimonios de su encuentro en ninguno de los muchos
viajes de ambos. Del primero, conservado en el Kunsthistorisches
Museum de Viena, resalta la arrogancia, acentuada por el sabio
y acusado claroscuro, del caballero músico (su ropa suntuosa
autoriza el tratamiento) que, casi desafiante, clava su mirada en
la nuestra sin vacilación, derechamente. Schütz,
menudo, majestuoso, sobrio, no luce el medallón y la cadena
que aparecen en los otros retratos que sabemos auténticos,
pero guarda una ceñida similitud con el hombre pintado por
Christopher Spethner, retratista oficial del consistorio
de Leipzig, hacia 1650.
Otro dato avalaría la identidad posible:
la presencia de un anillo en la mano izquierda en el que, no sin
esfuerzo, puede distinguirse un monograma con dos caracteres entrelazados
que corresponden a las iniciales de Giovanni Gabrieli, el
maestro veneciano del músico de Dresden de quien sabemos
que antes de su muerte le entregó una joya similar que le
señalaba como su indiscutible continuador ultramontano. Treinta
y nueve años más tarde (y también desde Leipzig)
Johann Kuhnau mira evasivamente y no sin cierto rictus dolorido
desde el frontispicio de sus Klavierübung, con unas
facciones limpiamente trazadas que más se dirían de
cirujano que del abrupto creador de las Sonatas Biblicas:
y en Leipzig igualmente (y quizá con destino a la Sociedad
de Ciencias Musicales de Lorenz Mizler, pese a estar pintado ya
en 1748) Elias Gottlob Haussmann, sucesor de Spethner,
elaboraría el único retrato
de
Sebastian Bach del que ―en razσn de sostener
en su mano derecha el autógrafo del canon enigmático
BWV 1076― no quepa duda alguna en torno a su exactitud: nos
mira recta y serenamente y no hay en toda la historia de la música
un rostro más cargado de autoridad que el de ese hombre de
sesenta y tres años, cuya fuerza interior le hace aparecer
como más robusto de lo que fuese en realidad. Y los restantes
Bach: Wilhelm Friedmann, con la pelerina con que lo retrata
Wilhelm Weitsch y la sonrisa medio emboscada tras el chambergo,
los largos y espectrales dedos, el gesto general de abandono, disolución
o francachela; Carl Philip Emmanuel, con ese indiscutible
(y paradójico en un hombre de su genio) aire pesadamente
batracio ―que comparte con Vanhal y Zelenka― que testimoniσ
Stöttrup en 1748 y Menzel reinterpretaría un
siglo más tarde en una tela obstinadamente célebre,
pese a su gratuidad. Y Johann Christian, con la apostura
quizá altiva (o tal vez irónica), distinguida y dominadora
que refleja esa mirada lateral, que no pierde por ello un adarme
de su rectitud y su limpieza, inscrita por Thomas Gainsborough,
otro de los pinceles más eximios que hayan testimoniado las
interminable facciones, los muchos gestos con que los músicos
defraudan la ingenua esperanza de poder sospechar una belleza moral
tras la fisonomía de quienes establecen la belleza de lo
sonoro.
Los
rostros de la música: Händel copioso y sólido,
tan abundante de cuerpo como clamorosamente escaso de cabello ya
en el retrato de Mercier (el primero auténtico, cronológicamente),
circunstancia acallada por la gloriosa peluca que le aureola en
el de Thomas Hudson; Arne adusto, abstraído, penetrado
en exceso de su oficio (Bartolozzi le sitúa de perfil,
las manos anegadas en el teclado), Purcell vivísimo,
rubicundo, agitado, de facciones dilatadas y amplias (según
las visiones de Godfrey Kneller o de Closterman de la Portrait
Gallery londinense); Orlando Gibbons con su mirar levemente
estrábico y sus pesados párpados de estatua, casi
tan resignado como su hermano Christopher en su académica
vecindad de la galería de la Facultad de Música
de Oxford, donde acompañan a las más célebres
imágenes de Brahms, Dvorak y Haydn (en la sonriente
y pletórica ejecutada en 1781 por Thomas Hardy), ensimismado
en el borde derecho del encuadre, escuchando quien sabe que música
interior, o tal vez mirando hacia Ellis, el tercer miembro de la
dinastía, cuya cara no ha sobrevivido; Praetorius,
con la cabeza leonina e impetuosa de un Tenorio
de provincias (pero que ciñe la gloria de haber conocido
personalmente al viejo Lutero, maestro de su propio padre) que ofrece
el frontispicio de su Musae Sionis, parece un digno oponente
para el Willaert de la portada de su Musica Nova:
jamás se habrá visto más expresiva cara de
pocos amigos (bien que Zarlino, Buus o los Gabrieli fueran
algunos de ellos), barba más truculentamente híspida,
cabeza más obtusamente cónica: a su lado, la faz de
su sucesor Ciprian de Rore, su sonrisa apretada y ladina, su pelambre
ratonil, su rostro macilento (o simplemente mal alimentado) pareciera
de un príncipe.
Delgadez extrema que, con afiebrada aura soñadora,
es también la de Mendelssohn y Weber, la de Locke y Berlioz,
la de Chopin, Hans Leo Hassler o John Bull, y también
la augusta, trabajada, dolorida, aristocrática de Claudio
Monteverdi en el lienzo tortuoso y enigmático de Bernardo
Strozzi del Ferdinandeum de Innsbruck: quizá el rostro
más noble de la música (junto al de Johann Schein),
más incluso que el afiladísimo del Duque de Venosa
en el escarpado lienzo del altar de Santa Maria delle Grazie en
Gesualdo, por mucho que su tío Borromeo le presente ante
la misericordia divina mientras sus mortales víctimas (Maria
D'Avalos y Fabrizio Carafa, los amantes adúlteros), son extraídos
del Purgatorio por diligentes criaturas angélicas. Rostros
que, por momentos, son la cifra misma de una pasión, una
actitud o un sentimiento arquetípico: ardoroso Corelli,
místico Liszt, arrebatado Sibelius atrapado
en el lienzo de Gallen, intratable Cherubini en el retrato
de Ingres, malhumorado Beethoven (en cualquier retrato),
timidísimo Schubert (Moritz von Schwind nos
lo entrega de perfil, cual si no osara someterse a nuestro examen
frontal), humilde Philippe de Monte en el medallón
de Conrad Block, desdichado Scarlatti italiano de Lorenzo
Vaccaro, cortesano y sapiente Scarlatti español de Jacopo
Amici o de Antonio de Velasco, meditativo Mozart en el inacabado
esbozo de Joseph Lange, Lalande sorprendido en pleno éxtasis
por Henry Thomassin, seco, ambicioso Lully de Bonnart, glorificado
y soberbio Lully en el busto olímpico de Nôtre-Dame
des Victoires, Brahms venerable, Bruckner imposible,
Wagner
insoportable.
Y también: incuestionable grandeza de Gluck,
infatuada presunción de Bellini, jactanciosa sencillez
de Donizetti, recia honradez de Verdi, pacífica
sinceridad de Franck, alucinación de Berg y de
Schönberg (que los retrata a entrambos), turbio mirar de
Schumann, profética neurosis de Varèse,
ingenuidad radiante de Messiaen,
elegancia suprema de Fauré y de Elgar. Rostros pintados
al efímero pastel, a la íntima acuarela o al óleo
respetable y profesional, retratos o fragmentos rescatados de otros
conjuntos pictóricos mayores, al temple o en épicos
frescos, livianos esmaltes, dibujos en alígero grafito o
en grave carbón, penetrantes grabados en aguzado cobre, enérgica
madera o linóleo robusto, tenues litografías de color
evasivo, siluetas de negra cartulina taraceada, miniaturas de códices,
dudosas viñetas enciclopédicas: desordenada panoplia
de técnicas, muchedumbre de dimensiones y formas a través
de cuyo heteróclito enrejado los rostros de la música
se han asomado a ese otro vértigo múltiple de la Historia
en el que tan sólo la aparición de la fotografía
ha inscrito una definitiva, inevitable normalización que
abre, por contra, el camino hacia certidumbres sin antecedentes
(el dandysmo de Ravel, la afectación de Skriabin,
la constancia de la mirada líquida y penetrante de Richard
Strauss) o indiscutibles constataciones de nueva especie: el
doble aire faunesco de Debussy y de Roussel, tan cercano
este último al Landrú encarnado por Charles
Denner para el memorable film de Chabrol, abriendo un nuevo límite
(la cinematografía) para la fábula fisonómica.
Así, y desde mediados del S.XIX, las imágenes
pretenden irrenunciable cierteza: se muestran como indiscutibles,
fechables, igualmente ofrecidas a nuestra comprensión, cada
vez menos aptas para el misterio, la interpretación o la
pesquisa. Insalvable brecha de la fotografía abierta en la
lectura del rostro heterogéneo de la música, a través
de la cual la severa evidencia ha cerrado el paso a la fértil
inseguridad, abriendo una forma del conocimiento que se diría
antitética con una forma de la poesía. Imágenes
múltiples, cambiantes con los años y el gesto
momentáneo: Salieri tiene para siempre esa expresión
entristecida y levemente mezquina de sus cincuenta años en
el retrato anónimo de la vienesa Sociedad de amigos de la
Música, pero Rachmaninoff, Shostakovich, Britten, Webern
o Prokofieff avanzan y se anegan en sus personajes finales según
los días de sus últimos rostros se labran en el colodión
o en el nitrato. Cabría lamentarse de la pérdidad
de esa incertidumbre, de la desaparición de esa pregunta
sobre la naturaleza de lo fidedigno, tan comúnmente opuesta
a lo verosímil: pero, contemplando luego la desbordante inteligencia
de cualquiera de las muchas caras de Strawinsky (incluídas
también las de Cocteau y Picasso, comunes en semejante
rasgo con las imágenes ópticas), la energía
resuelta del Jánacek postero, la plenitud de esa mirada
de Béla Bártok ―la más honda,
la más sincera, la más penetrante de toda la música―
o la gloriosa senectud de Kódaly, con la dulzura de
haber doblegado la materia del sueño, no cabe sino celebrar
la entereza de los nuevos rostros y su diálogo con los que,
hasta el presente, amueblaron el paisaje imaginario de la escucha.
José Luis Téllez
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