Por Rocío Herrero
El 2 de junio de 1987 fallecía Andrés Segovia. De entre los muchos ecos de su muerte, estas líneas para dejar constancia del significado de su figura en el mundo de la guitarra. Del significado que tuvo, tiene y, seguramente, tendrá durante largo tiempo su obra, ya que, por fortuna, ésta no muere con la persona. Por eso no estamos redactando una nota necrológica, sino una reflexión que igual pudo haberse escrito ayer o podría hacerse mañana. Para estos casos suele tenerse dispuesta la frase tópica: fue –es, en nuestro recuerdo- un artista singular.
Apenas significa nada entre la tautología y la vaguedad. De suyo, todos los verdaderos artistas son singulares o excepcionales. Por su parte, pocas palabras como la de ARTISTA se ven sometidas a la inflación de un uso tan constante e indiscriminado que acaba que acaba haciéndola perder su sentido originario. Hoy todos son o se llaman artistas a poco que destaquen algo en uno de los muchos campos en que se desarrolla la creatividad humana (la noción de creación estética sería tal vez demasiado estricta). Pero, a veces, a los tópicos se les puede extraer un sentido oculto y original, al menos por contraste frente al sentido común. Existe, creemos, una forma significativa de decir que Andrés Segovia fue un artista singular.
Primero de todo fue un artista. No ya como condición añadida a la de músico, o a la de intérprete, o a la de guitarrista –por ir de lo más abstracto a lo más concreto- sino como condición antepuesta a cualquiera de las otras mencionadas. Fue más artista que músico, más artista que intérprete o concertista, más artista que guitarrista. Es sabido –y él mismo lo venía a decir en cada ocasión- que Andrés Segovia careció de una rigurosa formación musical previa al aprendizaje de la guitarra.
Tampoco después fue un músico académico o de escuela. Aprendió la técnica musical como la de la guitarra: a su paso, en grandísima medida de forma autodidacta, y siempre bajo el criterio máximo de una intuición infalible y fructífera. No es una receta recomendable… salvo para los grandes genios, o, para ser más exactos, salvo para Andrés Segovia. ¿De qué gran intérprete contemporáneo, en cualquier instrumento, puede decirse lo mismo? Sin embargo, Andrés Segovia obtuvo el reconocimiento unánime de los músicos todos y, lo que es mucho más importante, el reconocimiento de la guitarra en el mundo de la música en igualdad de condiciones con los demás instrumentos. Algo que antes, desde luego, no tenía.
Seguramente, la sensibilidad artística de Andrés Segovia hubiera podido mostrarse en cualquier otro vehículo musical. Cuesta, no obstante, imaginar un grado mayor de adecuación entre el medio y el mensaje, entre el instrumento y la creatividad de quien lo hacía sonar. Pensando desde un punto de vista estrictamente musical (y lo de ESTRICTAMENTE MUSICAL puede ir en contra de la música misma) claro que podrían ponérsele REPAROS –siempre menores- al quehacer del maestro. De hecho, se le han puesto. Una cierta arbitrariedad en la medida, en la estabilidad de los tiempos, en las respiraciones, en los acentos. La falta, acaso, de esa musicalidad reflexiva o intelectualizada que lleva a estructurar y organizar una obra en su conjunto.
Desaparecen, sin embargo, como posibles objeciones cuando el oído descubre que todo, absolutamente todo, está al servicio de un resultado final de enorme belleza, con una personalidad inconfundible asentada en gran medida en aquellas peculiaridades musicales. El estilo de Andrés Segovia no es el de aquellos grandes intérpretes que dentro de los cánones introducen su peculiar lectura o versión de la obra. El maestro Segovia llegaba a trastocar el continente, la música escrita en su estricta medida y textura. Su fraseo no surgía del análisis sino del sentimiento, inventando, por así decirlo, la música a cada instante, aunque detrás de todo hubiera trabajo y sistema. Si destacaba alguna nota de forma que pudiera parecer excesiva no sufría el conjunto, sino que éste quedaba ordenado de otra manera, gravitando en torno a aquella nota maravillosa que parecía arrastrar del resto hacia el oyente. De acuerdo con las limitaciones dinámicas y de textura del instrumento y con su riqueza expresiva, buscó la belleza de pequeñas proporciones en la obra de pequeñas proporciones, el paisaje, la nota aislada, como acabamos de decir, su color, su timbre. Quizás la influencia árabe, estética, sensual, de la cuna granadina y aun la del flamenco no deben ser extrañas a este hecho.
En cierto modo puede verse, por lo dicho, como respondiendo al paradigma de los grandes intérpretes del pasado reciente. Mas si lo comparamos con ellos, o si tratamos de definir el papel que ha desempeñado en la historia de su instrumento, surgen pronto las diferencias, el otro sentido de la singularidad, de la excepcionalidad del maestro: singular entre los intérpretes y, por supuesto, singular entre los guitarristas; no sólo por su categoría artística, sino por la forma de ejercer su arte.
Con Andrés Segovia es difícil, en efecto, toda comparación.
Es un tópico decir que Andrés Segovia dio a la guitarra categoría de instrumento de concierto, a un tiempo, del pequeño mundo de la música de salón –en el sentido peyorativo del término- , donde había estado la guitarra CULTA de Fernando Sor o Francisco Tárrega, y del mundo popular del flamenco, que tanto influyó en la vocación instrumental del maestro. Pero es cierto. Él mismo se mostró muchas veces orgulloso de haber protagonizado ese doble rescate. ¿Cómo lo hizo?
En primer lugar, claro está, por su talla de artista inmenso, a cuyo servicio había desarrollado una técnica rigurosa, completamente transcendida en sí misma, y que, escuchándole, no se dejaba ver, si se nos permite la aparente contradicción. Parecía incluso milagroso oír aquel sonido salir de unos dedos grandísimos y como torpes, que apenas se movían y no dejaban adivinar de dónde surgían los cambios de timbre. Era una técnica de una economía y adecuación al medio anatómico y al fin musical sencillamente perfecta. Los guitarristas sabemos lo difícil que resulta, en nuestro instrumento, desembarazarse de las notas para llegar a hacer música, esa realidad misteriosa que está detrás o delante de las notas, pero que no se agota en ellas.
Sabemos también, seguramente por lo mismo y por esa suerte de mundo aparte en que ha estado la guitarra, lo difícil que es interesar a un músico con este instrumento. Andrés Segovia lo consiguió. Y como consecuencia, no sólo el reconocimiento y la entrega del público más exigente, sino la atracción para la guitarra de compositores contemporáneos quienes, más o menos de su mano, compusieron para él obras que hoy siguen siendo fundamentales en nuestro repertorio y que en su momento vinieron a colmar un poco las gravísimas limitaciones de la literatura guitarrística.
La relación de compositores que escribieron entonces para la guitarra es harto conocida: Falla, Turina, Moreno Torroba, Rodrigo, Milhaud, Villalobos, Ponce, Castelnuovo-Tedesco, Tansman…Antes de eso –y para poder llegar a ello- Andrés Segovia tuvo que luchar con el escaso y nada bueno repertorio accesible en las ediciones comerciales de la época, que era mucho menor que el tampoco demasiado brillante que luego, con el paso del tiempo, ha ido descubriéndose y difundiéndose.
Las transcripciones eran necesarias. Hay que destacar, en este aspecto, algo que no suele hacerse: Andrés Segovia, que partió –como no podía dejar de hacer- de las transcripciones hoy todavía clásicas procedentes de Tárrega y Llobet, las enriqueció considerablemente y, sobre todo, modificó el criterio que las inspiraba. Los guitarristas antes citados practicaron lo que podríamos llamar transcripciones de corte romántico: tanto por el tipo de obras transcritas –con abundancia de Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schuman, Chopin y el piano romántico y posromántico español de Granados y Albéniz– como por el estilo, que en algunas ocasiones desnaturalizaba incluso las obras no románticas, como las de Haendel o Haydn. Al mismo tiempo se desvelaba siempre el casi invariable origen pianístico de las obras. Andrés Segovia realizó transcripciones que, por contraste, podríamos llamar clásico, mucho más cerca de lo que hoy es aceptado como transcribible. Centró así su atención en la música renacentista y barroca: los vihuelistas españoles, Frescobaldi, Rameau, Haendel, Sacrlatti, y, por encima de todos, Bach.
Frente al origen pianístico de las obras, el clavecín –de cuerdas pulsadas, como la guitarra- la vihuela, el laúd, siempre más próximos en la sonoridad, o instrumentos de arco como el violín o el violonchelo. No debe olvidarse que esta clase de música, que se concibe mucho más desligada del concreto instrumento que la soporta, admite con mayor facilidad la transcripción y que ésta, de hecho, fue práctica frecuente hasta el siglo XVIII. Las pequeñas proporciones de estas obras, además, se adaptaban especialmente bien a la natural contención de la guitarra, que les prestaba una expresividad de la que, ordinariamente, carecían en origen. Por contraste, en una obra de considerables proporciones como la «Chacona» de la Tercera Partita para violín solo de Bach consiguió Andrés Segovia uno de los más brillantes logros en materia de transcripciones. Su transcripción de esta chacona, vertida a tantos instrumentos –e incuso a la orquesta- supera seguramente cualquier otra, comprendida la que para piano hizo Busoni, mayor, claro está, en riqueza de matices. La práctica totalidad de las transcripciones que de esta chacona de Bach se han hecho para guitarra con posterioridad, aunque no mencionen la fuente –ingratitud o infidelidad frecuente en estos casos- reproducen en más de un noventa por ciento la versión del maestro.
Ya en el campo de la interpretación podemos recordar ahora que sus versiones de Bach serían hoy en día tal vez criticadas desde esa nueva ortodoxia que parece haberse adueñado de la ejecución de la música barroca. Mas, ¿cómo olvidar la belleza intrínseca de sus interpretaciones, el hecho incuestionable de que en el mundo entero hubo quien comenzó a conocer y a amar a Bach gracias a ellas?
Si alguna comparación brota fácil cada vez que pensamos en Andrés Segovia es, sin duda, la que lo une con Pablo Casals. También él fue un artista genial y dio un nuevo brillo al violonchelo como instrumento de concierto. Sin embargo –de nuevo la singularidad-, lo que ha representado Andrés Segovia ha sido mucho más. En primer lugar, por el instrumento mismo. El violonchelo estaba ya integrado con los demás instrumentos de cuerda –lo estuvo desde que en el siglo XVIII sustituyera a la viola de gamba- en la orquesta y en la música de cámara y, sobre todo, en su enseñanza. Había una larga y sólida tradición académica. No la había en el caso de la guitarra y casi diríamos que no la hay todavía. No porque no esté integrada su enseñanza con la de los restantes instrumentos, sino porque aún no ha pasado el tiempo suficiente para que se cree una sólida y cimentada escuela de la guitarra como la habida en los demás instrumentos y, señaladamente, en el violonchelo del que ahora hablamos.
Su incorporación regular a los conservatorios de música es reciente y el mérito de esta incorporación hay que atribuírselo en gran medida a Segovia. Por otro lado, Casals, creando casi personalmente una prolija escuela de violonchelistas, impulsó el instrumento a tal nivel que, con todo lo irrepetible que es su figura, hoy puede considerarse superada su forma de tocar. Parece que tampoco es el caso de Segovia.
El maestro enseñó, pero –en general- lo hizo discontinua y ocasionalmente; dejó magníficos alumnos, determinó que se incorporara la guitarra a la tradición académica: pero resulta difícil afirmar que él creara directamente escuela propia y mucho más que su época pasara, que sus interpretaciones hayan sido superadas o que sus versiones sean ya sustituibles por otras.
¿De qué otro intérprete nacido en el siglo pasado puede decirse lo mismo? Sigue siendo, al menos para muchos, el mejor punto de referencia a la hora de establecer esa imagen ideal que en nuestro interior solemos guardar de cada obra y, al mismo tiempo, el modelo más difícil de seguir por el intérprete que vanamente lo pretende. En pocos casos como éste la imitación –frecuente- resulta tan grosera y desvaída. Su arte singular tuvo algo de efímero e irrepetible que con él se ha ido para siempre, y quizás por esto tanto se prolongó en la vida activa. Ahora, harto consuelo nos deja su memoria.
Revista Ritmo, 1987.