Por Faustino Del Monte
Conocí a Don Áureo cuando era chico. Éramos vecinos. Yo era un muchachillo y él todo un señor con pelo blanco, traje y corbata. Vivía en Madrid y pasaba aquí sus vacaciones y muchos fines de semana. Cariñosamente, todos le conocíamos como «el músico». Su comportamiento era discreto, callado. Hablaba poco, quizá porque pensaba mucho, o eso me parecía a mí cuando paseaba por la Calle del Molino su personalidad de artista, porteada en una figura armoniosa, con los ademanes rítmicos que dan importancia a los hombres respetables.
Aquellos gestos despertaron en mí un interés especial por el saber contenido en las mientes de aquel genio. Y así, una tarde de agosto de 1.986, compartimos calor y café en el jardín de su casa de El Cerrito. Testigo de excepción fue Doña Pilar, su musa y esposa, siempre atenta, cariñosa y encantada con aquel encuentro sosegado.
Lo que empezó siendo para mí un descubrimiento acabó convirtiéndose en una lección de campanillas, publicada en el primer medio de comunicación social de la provincia, aprovechando las páginas especiales dedicadas a las Fiestas del Cristo de aquel año (El Diario de Ávila: 11-9-86). Aquella lección sigue vigente. Quizá sin darse cuenta, Don Áureo mostró en el curso de la entrevista ese poder que ejercen -para bien- los ungidos con sensibilidades excepcionales, que les capacitan para interpretar los sentimientos propios y dar razón de ellos en el auditorio del mundo.
Me contó Don Áureo que sus padres, Manuel Herrero Redondo y Francisca Arranz Herrero, naturales de Riaza (Segovia), llegaron a El Barraco, igual que tantos por aquellos tiempos (comienzos del s. XX ¿?), como vendedores ambulantes; ellos dedicados al comercio del paño. Su padre, amante de la música, gustaba de cantar sus trovas por caminos y calzadas. Aquí protagonizó el matrimonio riazano un acontecimiento importante: a las nueve del día cuatro de Octubre de 1.904, en la Calle del Álamo, nació su hijo Áureo. Y aquí vivió la familia Herrero hasta 1.913, año en que se trasladó a la capital abulense. En Ávila el negocio del paño no prosperó. Así, no tardarían en buscar otros mercados. Sus pasos recalaron en Madrid.
En El Barraco Don Áureo, como un niño más, asistió a la escuela con el maestro Don Prudencio. En Ávila sufrió agudas dolencias reumáticas que le obligaron a faltar mucho a la escuela. Instalada la familia en la Capital del Reino, el joven Áureo ingresó en el Conservatorio de Madrid, donde estudió contrabajo, piano y guitarra. Desde entonces su vida estuvo orientada hacia la música en todas sus dimensiones. Perteneció a la Orquesta Nacional y a la Sinfónica de Arbós. Al mismo tiempo transcribía y adaptaba para guitarra creaciones de grandes maestros: Falla, Bach, Granados, Beethoven…Me contaba todo esto con naturalidad llana, como si fuera algo normal, como si no tuviera ningún mérito.
Se sentía a gusto Don Áureo con aquella entrevista. Su mayor delectación la mostró cuando me relataba cómo fue gestándose en su inspiración la necesidad de componer un himno para El Barraco, que adquirió forma -transcribo textualmente sus propias palabras- «Por satisfacción personal. Es un homenaje que quise rendir al pueblo donde nací (…). Un himno es algo serio, un signo de identidad, una bandera que debe presenciar los actos importantes (…). Debe escucharse con respeto y seriedad…» Su estado de ánimo subió de tono cuando le pregunté por los sentimientos que afloraron en él el día del estreno, un acto público celebrado el día 13 de Septiembre de 1.983, en el que dirigió personalmente la primera versión de la partitura, interpretada por el coro de la localidad formado por Miguel Ángel Pato, José Berlanas, Moisés Estévez y Jesús Fernández, y los guitarristas Ramiro Pato y Juan Carlos Díaz, «Yo en estos casos me transformo en otro, me crezco. Aquella tarde para mí es inolvidable, creo que irrepetible» – me decía emocionado-.
Se definía a sí mismo como un «pedagogo de la música». Hoy, después de los años, conocida la obra y la proyección musical de Don Áureo, no nos equivocaremos si decimos, refiriéndonos a él, que estamos ante una figura universal de la música, merecedor de ser profeta en su propia tierra. En su casa de El Barraco, retirado y con más de ochenta años, seguía recibiendo y enseñando a músicos virtuosos que querían conocerle, procedentes de cualquier parte del mundo: Florida, Brasil, Irán…
Don Áureo Herrero falleció en Las Matas (Madrid) el día 13 de Agosto de 1.995, pero sigue vivo entre nosotros. Sus pasos han de servir de ejemplo a quienes transitan los caminos que engrandecen a los pueblos. Su generosidad, no sólo presente en legados materiales, dejó impresa la huella de un sentimiento profundo, en forma de himno, que El Barraco no puede ni debe ignorar: «Barraqueños son una gran familia / que le quieren, le quieren de verdad, / y en el corazón lo llevan / con cariño, amor y lealtad».
Por eso, obligados a honrar la memoria del insigne Áureo Herrero Arranz, deberíamos practicar más su himno, nuestro himno, y recordarle con acontecimientos de importancia, como los conciertos que durante nueve veranos consecutivos vienen celebrándose en su honor, patrocinados por el Ayuntamiento de la Villa y dirigidos con gran éxito y difusión por el profesor D. Joaquín Tafur. ¡Enhorabuena!